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El creador y su firma

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por Kaizar Cantú

 

He comenzado a leer una novela: Ready Player One, de Ernest Cline. En la portada se ve a un niño bajando por una escalera metálica al costado de lo que parece una torre de chatarra cortada por el encuadre de la imagen. Al fondo aparece otra torre, ésta visible en su totalidad, lo cual nos permite discernir que lo que se acumula hasta elevarse no es chatarra, sino casas-remolque, un par de decenas de ellas. Más atrás se ve un cielo uniformemente gris, como una cortina de smog o de ceniza, y en la parte inferior de la imagen se alcanzan a distinguir un suelo cubierto de metal oxidado. El título de la obra se lee superpuesto sobre la imagen en la misma tipografía que cubría las maquinitas de Pac-Man.

 

La obra ganó fama por ser una evidente declaración de amor a la cultura pop de los años 80. No he alcanzado a leer ni 30 páginas y sin embargo me he topado ya con por lo menos unas cuantas docenas de referencias, directas e indirectas, a objetos, imágenes y palabras de la época, y aunque aún no puedo precisar si todas esas menciones son verdaderamente amorosas, sí me aventuro a decir que en cada una se percibe un gesto de complicidad o una guiño feliz. Aunque tal vez, para probar la sentencia, no bastaría más que señalar la reglamentaria fotografía del autor, en la que Cline aparece en tonos grises recargado sobre el mítico DeLorean de Back to the Future.

 

La trama es un spin-off de Charlie and the Chocolate Factory: un excéntrico multimillonario de nombre James Halliday muere y decide legar toda su fortuna a quien pueda resolver una serie de acertijos y encontrar un tesoro escondido dentro del mundo virtual que creó en vida. Pero para triunfar en la aventura habrá que asimilar las mismas obsesiones que aquel hombre: tiras cómicas, series de TV, películas de fantasía y ciencia ficción, videojuegos... Todo producido durante aquella mítica década del neón.

 

La novela abre con un capítulo introductorio —o “0000”, si le seguimos el juego a Cline— en el que el narrador recuerda un mensaje que Halliday proyectó justo después de su muerte y en el que ofrece un esbozo y una justificación de la trama. Halliday habla de aquellas ocasiones en las que jugaba Adventure en su Atari 2600. Adventure es un juego de aventura, de los pioneros del género. A pesar de sus gráficas casi prehistóricas, es posible distinguir la premisa: un aventurero recorre una serie de cavernas y laberintos armado con una espada cuya forma se cofunde con la de la flecha, enfrentando dragones y otras criaturas pertinentes al bestiario básico de la fantasía medieval. Sin embargo, lo que distingue a Adventure, lo que ha equiparado su nombre con el mito, es su secreto.

 

Adventure apareció en 1979. La industria de los videojuegos apenas comenzaba, y no era extraño que un juego fuera diseñado y programado en su totalidad por una sola persona. Lo que sí se acostumbraba poco era ver el nombre de los creadores en el título o los créditos o en cualquier parte del juego, se dice que por mandato de Atari y los demás sellos distribuidores. Adventure, sin embargo, es un caso especial. Su diseñador, Warren Robinett, pensó que sería justo, tal vez necesario o hasta natural, marcar la creación con el nombre de quien la ha creado. Programó la aparición de una llave secreta, prácticamente invisible, que le permitiría al jugador atravesar un muro sellado. Detrás del muro queda una habitación amplia, y en medio de esa habitación, escrito en vertical, brillando con los colores de una explosión electrónica, se lee: Created by Warren Robinett.

 

Ese pequeño secreto colocado por Robinett inauguró en los videojuegos una tradición conocida hoy como el easter egg. El nombre es una referencia a ese juego estadunidense de Pascua en el que los adultos esconden huevos decorados y los niños tienen que salir a encontrarlos en los rincones del campo. De un modo similar, los diseñadores y programadores de videojuegos esconden —a veces demasiado bien— alguna sorpresa, casi siempre humorística, que premia a los jugadores más curiosos e insistentes. Y eso es, en efecto, la aventura inaugurada por Halliday en la novela: la cacería de un easter egg, mas las consecuencias de ésta trascienden la sonrisa satisfecha que sigue a la sorpresa agradable.

 

Robinett y Halliday obedecieron la misma pulsión a la que responden quizá todos los creadores: la de la marca, la permanencia, el rastro. Algo queda siempre, que bien puede ser el nombre o el rostro o un dejo de estilo. El creador firma su obra, y esa firma siempre se encuentra configurada de algún modo dentro de ésta, ya sea de frente a los sentidos o articulada en un misterio.

 

Recuerdo —y lo hago sin querer; la memoria es a veces un reflejo— una de esas imágenes que estimulan la fantasía. No estoy seguro de si la leí o me fue referida por alguien más, pero, por calidez, digamos que llegó a mí en una conversación. Me decía un amigo que, tal vez, si la especie llega a vislumbrar el filo del universo, ya sea que llegue atravesando el cosmos o logre verlo mediante algún aparato de mucho poder, podrá distinguir un garabato monstruoso y apenas legible. Una vez descifrado, quedará al descubierto un nombre: Jack Kirby.

 

Eso sería, me parece, un easter egg maravilloso: la firma del creador, hundida en entre las imperfecciones de algún asteroide o dibujándose cíclicamente, cada cuatro o cinco mil millones de años, con los polvos del universo. Aunque dudo mucho que si hay un diseñador de la existencia su nombre sea tan legible y pronunciable como el de Jack Kirby. Puede que ni siquiera seamos capaces de distinguir aquel rastro con nuestros limitados ojos de mortales.

Habrá que obstinarse y seguir buscando, supongo.  

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