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El escritor que no se volvió cobarde ni caníbal

 

Un (prolongado) vistazo a Juan Villoro

 

Por Diego Enrique Osorno

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“¿Pero puede haber mayor tedio que una crónica mesurada? La sensatez, tan útil para decidir que el mejor colegio para los niños es el que está más cerca de la casa, es un narcótico literario.”

Palmeras de la brisa rápida (Alianza, 1989)

 

EL ANIMAL DEL REPORTAJE

 

Juan Villoro Ruiz pasó la primavera de 2012 en Barcelona. Viajé para seguirlo la última semana de su estancia en aquella ciudad en la que impartió un curso del máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. Me intrigaba conocer, entre otras cosas, por qué un controvertido genio, poco elogioso, de nombre Roberto Bolaño, lo definió como un escritor que con el paso de los años no se había convertido en cobarde ni caníbal.

 

El último día de la persecución lo acompañé al aeropuerto El Prat para que se subiera a su avión de regreso a la Ciudad de México. Antes de que entrara a la sala de abordar, nos sentamos en una cafetería de paninos con pequeñas sillas plateadas, en las que la altura y corpulencia de Villoro resaltaban aún más. Puse la grabadora sobre la mesa y la encendí para registrar el relieve acústico de su voz calculada y estereofónica. “Qué bueno. Ya era hora de que grabaras algo”, me dijo con una sonrisa irónica, al inicio de aquella conversación, la única que guardé en mi vieja Olympus tras varios días a su lado en Barcelona. Esa entrevista en forma, con una duración de apenas cincuenta y cuatro minutos y treinta y siete segundos, debí comenzarla improvisando la pregunta de si él grababa siempre a sus entrevistados. “Casi nunca oigo lo que grabo, porque lo que recuerdo es lo importante. Pero grabo por una cuestión casi jurídica”, respondió.

 

Villoro suele hablar con un amable tono pedagógico sobre todas las cosas. Sabes que te está dando una cátedra de algo pero no te apabulla con su conocimiento. El escritor Javier Marías ha resaltado los tremendos poderes de persuasión —seducción incluso— de Villoro, así como su mordiente ironía. Es claro que encarna un caso inusual: “El de poseer una inteligencia sin vanidad”, de acuerdo con Julio Villanueva Chang, editor de la revista Etiqueta Negra. Villanueva Chang también dice que Villoro ha hecho suyo el credo de Gay Talese: “Decir la verdad sin ofender”. Otro atributo de la conversación casual de Villoro es que puede producir frases sumamente poderosas: aforismos que siguen la tradición de Georg Christoph Lichtenberg, escritor del siglo XVIII al que Villoro ha traducido del alemán al español. Lichtenberg es una de varias influencias de la cultura alemana que le fue inculcada desde niño por su papá.

 

Luis Villoro Toranzo nació en Barcelona en 1922 y en su juventud viajó a París para estudiar primero en La Sorbona y luego en Múnich, donde se matriculó en la Ludwig-Maximilians-Universität, de la desaparecida República Federal de Alemania. A sus noventa años, Villoro Toranzo es uno de los filósofos mexicanos más respetados. Aunque lleva meses en convalecencia, todavía cuenta con energía para sostener correspondencia pública con el subcomandante Marcos, líder del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), la organización política-militar que considera al papá de Juan Villoro como uno de sus principales referentes. Villoro Toranzo también cuenta aún con un estómago adecuado para comer un tamal mientras mira por la televisión la entrega de los premios Oscar en compañía de su hijo. En ocasiones pregunta acerca de los conceptos que él mismo desarrolló en sus libros, algunos de los cuales olvida a ratos a causa de su padecimiento. Ambos comentan, sobre todo, temas recurrentes del pensamiento de Villoro Toranzo, como su análisis crítico de la ideología.

 

Si la prosa del Villoro escritor va de forma vertiginosa directo al descubrimiento (y el trayecto al descubrimiento suele ser aún más revelador), la del Villoro filósofo hace el rodeo revelador: “Quien está preso en un estilo de pensar ideológico no tiene por qué aceptar que su creencia se deba a intereses particulares, porque él sólo ve razones. En realidad, si aceptara que su creencia es injustificada y que sólo se sustenta en intereses, no podría menos que ponerla en duda. Por eso la crítica a la ideología no consiste en refutar las razones del ideólogo, sino en mostrar los intereses concretos que encubren”.

 

En la entrevista del aeropuerto El Prat pedí a Villoro hablar de otras diferencias entre la escritura de él y de su padre. “Como no soy filósofo, sino escritor, soy fácilmente chismoso, porque es obvio que a un escritor lo que le interesa es la vida privada de las personas. Contar historias singulares, meterte donde no debes. Y también como periodista, pues muchas veces conoces a las personas no sólo por sus ideas o sus posturas, sino por sus tentaciones más bajas, y es más difícil respetarlas”.

 

Antes de que acabara la conversación en el aeropuerto —durante la cual, sin que lo supiéramos, Josep Guardiola provocaba un cisma en Cataluña al anunciar su renuncia como entrenador del Futbol Club Barcelona—, comenté a Villoro que en México buscaría a su mamá, Estela Ruiz Milán, para entrevistarla.

“¿Seguro? Si lo haces, ella va a querer escribir esta crónica”.

 

***

 

La primera crónica en forma que publicó Villoro apareció a finales de los años setenta en la revista semanal del Palacio de Bellas Artes. El personaje central de su historia fue el autor de “El dinosaurio” (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”), el célebre cuento breve, tan relacionado con el México actual y sus inesperados vaivenes y la reaparición de la nomenclatura y burocracia del PRI que inspiraba en aquellos años más microrrelatos, como el del interminable título “Tú dile a Sarabia que digo yo que la nombre y que la comisione aquí o en donde quiera, que después le explico”, el cual inicia así: “Era un poco tarde ya cuando el funcionario decidió seguir de nuevo el vuelo de la mosca”. Augusto Monterroso había sido maestro de Villoro en un taller literario de la UNAM, en el que también participaban el poeta infrarrealista Mario Santiago Papasquiaro y el periodista independiente Jaime Avilés, entre otros. A petición de Sergio Pitol, quien trabajaba en la revista de Bellas Artes, Villoro hizo su primer texto de no ficción. El entonces joven escritor no tenía duda alguna de su vocación como narrador de ficción, pero la experiencia periodística le gustó. Visualizó la oportunidad de no restringir sus curiosidades, la posibilidad de viajar más y la de contar con un pretexto legítimo para entrevistar a personas. También descubrió que del periodismo emergían experiencias secundarias que luego podían ser usadas en los cuentos que escribía en esos años.

 

Aquello sucedió hace más de tres décadas. Hoy no es raro que Villoro sea definido como uno de los principales periodistas mexicanos. Sus crónicas y conceptos al respecto son populares y respetados. Una de sus crónicas de largo aliento más recientes es 8.8: El miedo en el espejo (Almadía, 2010), en la que narra el terremoto que sacudió a Chile durante febrero de 2010, mes en el que Villoro participaba en un Congreso Iberoamericano de Lengua y Literatura Infantil y Juvenil celebrado en Santiago. El texto inicia así: “Mi padre siempre ha dormido en piyama. Lo recuerdo en las noches de mi infancia con una prenda azul clara, de ribetes azul oscuro, y así lo veo cuando lo visito en sus ochenta y siete años en sus ocasionales cuartos de enfermo”.

 

Y uno de sus conceptos periodísticos más populares gira sobre el ornitorrinco, ese raro animal mamífero, reptil y ave con el que Villoro equipara a la crónica, por el amplio catálogo de influencias que pueden nutrirla. El ornitorrinco que ha inventado Villoro para explicar un género de moda en el mundo literario es capaz de provocar discusiones públicas entre académicos y periodistas, lo mismo en Italia que en una provincia lejana de Argentina. O bien, ser retomado durante debates internos en periódicos del Distrito Federal como El Universal, en el que la recién creada revista Domingo estuvo cerca de ser bautizada como “Ornitorrinco”.

 

Esta misma crónica está estructurada a partir de los siete “animales” que Villoro propone en el ensayo aparecido en Safari accidental (Joaquín Mortiz, 2005). Por ello es que, a partir de este momento, el lector se encuentra frente a un ornitorrinco —es probable que no bien nacido— de mi experiencia con el escritor mexicano en Barcelona.

 

***

 

—¿Te sientes más afianzado en el periodismo que en la literatura?

 

—La verdad es que en ningún lado. Eso es lo interesante. Es como cuando te gusta una chava. Si te interesa, te pone muy nervioso, no se te ocurre algo absolutamente genial que decirle. Lo mismo pasa con los géneros literarios: el teatro pone unas tensiones distintas a las que te ponen los cuentos para niños o las crónicas. Además, las crónicas funcionan en el presente, entonces tienen que ser entendidas y leídas hoy, lo mismo la literatura para niños, que también apela a los niños contemporáneos. En ese sentido, me da gusto conectar. Pero en otros géneros sí puedes ser más caprichoso y posponer tus efectos. Decir: “Pues a lo mejor dentro de cuarenta o cincuenta años alguien va a entender esta novela”.

 

—En el mundo periodístico eres visto como un gurú.

 

—Yo tanto como gurú no me siento. El secreto de la vida es no tomarse muy en serio y jamás pensar que tú tienes una responsabilidad exagerada en tus espaldas.

 

—¿Es equivalente el compromiso ético de un periodista y el de un escritor?

 

—El compromiso ético del periodista es mayor que el del escritor. El escritor puede ser un hijo de puta y ser un genio, no tiene que rendirle cuentas a nadie y puede ser tan caprichoso como quiera, someter a sus personajes a todo tipo de torturas y deslealtades, lo importante es que el efecto sea bueno. Y puede tener una vida privada siniestra. No es que el periodista tenga que ser un ángel, pero lo que sí necesita de manera imprescindible es establecer un pacto de confianza con la gente: si a ti te van a decir cosas, deben poder confiar en ti, y tú necesitas tener una empatía con los entrevistados para entenderlos. Es decir, en el periodismo, las razones de lo que tú vas a escribir están en los otros, y eso es una muy saludable lección ética, porque te saca de ti mismo, te quita tus certezas y te demuestra que los demás tienen razón. Eso es central para mí.

 

 

EL ANIMAL DE LA NOVELA

 

“Una novela que se limita al proselitismo es tan inútil como una arenga política que se percibe como un caudal de metáforas.”

Los once de la tribu (Aguilar, 1995)

 

A la medianoche, en la calle Roger de Llúria, sobre la que se encuentra el departamento de Juan Villoro en Barcelona, todavía se percibe algo del ambiente del Día de Sant Jordi que se celebró el lunes 23 de abril de 2012. Jóvenes caminan discutiendo en catalán, mientras que en el suelo frente al viejo portón del edificio está tirado un racimo de tallos con las flores decapitadas. En el centro de la fiesta patronal están las rosas y los libros que los catalanes regalan a lo largo del día. La fecha coincide, además, con el aniversario de la muerte de Shakespeare y Cervantes. Villoro acaba de llegar a su departamento tras una larga jornada en el Día del Libro y de la Rosa, la cual terminó en un restaurante diseñado por Jean Nouvel, el mismo arquitecto francés que creó la sofisticada torre Agbar, a la que la arquitectura mental de los catalanes de a pie renombró como “El Supositorio”, por su anatomía cónica y redondeada de proporciones monumentales. Ahí cenó tapas con amigos y compañeros de El Periódico, uno de los dos diarios más importantes de esta comunidad autónoma española.

 

Durante el día, Villoro acudió a diferentes puntos de Barcelona a firmar libros para sus lectores. Entre las resonancias carnavalescas de una de las sesiones se topó al escritor Enrique Vila-Matas, amigo de antaño con quien en esta primavera parece que se dio un distanciamiento. Mientras ambos firmaban sus nuevos libros (Villoro, Arrecife, y Vila-Matas, Aire de Dylan), en algún momento, el autor catalán se acercó y le dijo que lamentaba que estuvieran molestos. Villoro le respondió que no sabía que lo estaban. El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, que estaba presente, intervino de prisa diciendo que seguro estaban molestos porque el Barcelona había perdido el partido de ida con el Chelsea en la Champions League. Todos rieron. Al final de la sesión de firmas, Vila-Matas se acercó de nuevo a Villoro. Le dijo que no tomara a mal que no hubiera respondido un mensaje suyo para que leyera y le hiciera comentarios a Arrecife antes de imprimirlo. Villoro le contestó que no había ningún problema. Vila-Matas y Villoro, junto con el chileno Roberto Bolaño y el editor de todos ellos, Jorge Herralde, formaron un grupo compacto que se reunía de forma regular en ciertos bares de Barcelona. El grupo menguó porque Bolaño murió y Vila-Matas enfermó, y luego dejó la editorial Anagrama y firmó un contrato con Seix Barral, recién adquirida por Planeta. Villoro y Vila-Matas quedaron como dos personas que fueron amigos íntimos y ahora se llevan cordialmente y se respetan, aunque no se frecuentan.

 

Mientras Villoro recuerda aquella época que tuvo su auge en los alrededores de 2000, entra Martín Caparrós, quien pasa estos días en el departamento de Villoro. El escritor y cronista argentino viene de una fiesta en el Belvedere, precisamente uno de los bares de escritores en los que antes se reunían Bolaño, Herralde, Vila-Matas y Villoro. Caparrós platica que se encontró ahí al cantante Andrés Calamaro, quien ese día también estuvo dedicando ejemplares de un libro que publicó sobre su vida o algo así. Villoro le comenta que a él le tocó firmar al lado de un hombre llamado —no es broma— Mario Vaquerizo, esposo de la cantante Alaska.

 

Como los canapés del festejo del Belvedere eran inalcanzables, Caparrós va a la cocina a destapar una cerveza Coronita (el nombre que toma la Corona en España) y a prepararse un sándwich. El cronista argentino recién terminó un libro sobre degustaciones exóticas para la editorial oaxaqueña Almadía, el cual lleva como título Entre dientes, pero su trabajo más ambicioso va en sentido contrario al de la gastronomía extravagante: se trata de un gran reportaje sobre el hambre en el mundo. Es por ello que ahora está en Barcelona, donde planeaba pasar la mayor parte de 2012. Caparrós ha elegido esta ciudad como centro de operaciones para moverse desde aquí hasta la India y a algunos países africanos a hacer su investigación. Aprovecha los días en Barcelona para hacer crónicas de futbol que manda a El Periódico, en que Villoro lo ha recomendado.

 

Villoro y Caparrós comparten muchas más cosas que las páginas de El Periódico y este departamento de la calle Roger de Llúria en esta primavera: ambos hacen novelas y crónicas, ambos escriben de futbol, ambos han traducido a autores del siglo XVIII y hasta el nombre de sus esposas es el mismo: Margarita. Se han convertido en auténticos amigos.

 

En algún momento, desde la cocina, Caparrós pregunta sobre Bledos a Villoro. Éste le contesta que es un pueblo remoto que está en la frontera de San Luis Potosí con Zacatecas, México, en el que nacieron algunos de sus ancestros. Caparrós confiesa que durante la mañana espió su biblioteca y lo más raro que halló fue una tesis académica sobre dicho lugar. Cuando Villoro está a punto de explicar sobre Bledos, Caparrós se da cuenta de que se le quemó una de las rebanadas de pan con las que estaba por hacerse su sándwich. Maldice su suerte en argentino.

 

Una vez que vuelve a la sala, Villoro le cuenta que incorporó Bledos a El testigo, pero que en la novela lo renombró como Cominos. En el pueblito hay una hacienda que producía el mezcal Toranzo hasta que la Revolución mexicana acabó con el latifundio y la hacienda quebró. Hoy vive en ese lugar un primo de Villoro que es arquitecto. Lo cuida con una escopeta y una jauría. Un bull terrier llamado Droopy fue por años el vigilante más férreo que podía haber en la zona, asediada por bandas innombrables como Los Zetas. El día que murió Droopy, el primo de Villoro lo metió a una congeladora mientras iba a buscar a un yesero a la ciudad de Zacatecas para que le hiciera un monumento al guardián caído. El monumento a Droopy actualmente está ahí. Su historia podría parecer un invento literario, sin embargo, no lo es.

 

La plática con Villoro y Caparrós se dirige después hacia La Portellada, otro pueblo, éste de Teruel, en la franja catalana de Aragón, donde doscientos de los trescientos habitantes se apellidan Villoro. Ahí nació, un siglo atrás, su abuelo, el médico Miguel Villoro Villoro. Algunos de los Villoro de La Portellada se reúnen cada año aquí en Barcelona, en el bar Martín Villoro, al que el escritor va de vez en cuando. Villoro lleva una década interesado por su pasado familiar en esta región. En 2002 visitó La Portellada y publicó un artículo para El País titulado “El pueblo de tu nombre”.

 

Casi a las dos de la mañana, Caparrós se marcha a dormir al cuarto de huéspedes, mientras que Villoro se alista para hacer lo mismo. El escritor no usa pijama, a diferencia de su padre el filósofo. En cambio, se pone un pants gris deportivo de Newport y unas pantuflas blancas. Antes de meterse a su habitación, coge el teléfono de la cocina para llamarle a su esposa a México. Margarita, a quien Villoro llama “mi angelito”, le cuenta de su pequeña hija Inés y de otros asuntos del día, hasta que llega el momento en que comentan las noticias en México, que giran alrededor de la forma en que hacen campaña los tres principales candidatos de las elecciones presidenciales en puerta. Según una nota de Reforma que le platica Margarita, Enrique Peña Nieto, del PRI, lo hace con seis aviones a su disposición; Josefina Vázquez Mota, del PAN, con uno, mientras que Andrés Manuel López Obrador (el candidato por el que votarán Villoro y Margarita), del PRD, se traslada en vuelos comerciales.

 

 

EL ANIMAL DEL TEATRO GRECOLATINO

 

“Defequé un líquido de una fetidez extrema. En cientos de cantinas he visto las blanduzcas y amarillentas cagadas de la dieta mexicana, como si padeciéramos una monomanía vegetariana. Lo mío era un chorro negro, intoxicado.”

El disparo de argón (Alfaguara, 1991)

 

La mañana del martes 24 de abril, Juan Villoro permanece arrinconado en el comedor, frente a una pequeña mesa con una Mac negra que, a causa de tanto uso, ya tiene borrada la mayor parte de las letras del teclado. La amplia mesa principal del comedor está a su lado, sin que Villoro la use para escribir. Suele ocuparla su esposa Margarita para trabajar, mientras que, cerca de ahí, un cómodo escritorio ubicado frente a la ventana con la mejor vista del departamento, tiene crayones para colorear que delimitan la propiedad: fue asaltado y tomado por su hija Inés. Tres semanas atrás estuvieron aquí Margarita e Inés, durante las vacaciones de Semana Santa y la semana de Pascua. Luego se fueron, pero Villoro respeta sus dominios en el departamento de la calle Roger de Llúria y escribe en un rincón.

 

 

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