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El símbolo de tanto: un paseo por Chipre

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Alcanza la tierra para dos Chipres?

 

Por Jesús Pérez Caballero

 

Una pequeña isla que resulta ser un país, apasionado por otro país llamado Grecia. Amor que ha dividido la isla en dos, porque Turquía, la potencia regional, no quería que los chipriotas se unificasen con los griegos. Como me dijo un amigo mexicano: “Los europeos sois los dignos herederos del Imperio Bizantino”. Está claro que para cualquiera que no haya vivido en este continente tamaño espejo que es Europa, la existencia de un país como Chipre es embarazosa. Y sí: a los europeos nos encanta discutir cuántos ángeles caben en el ojo de una aguja y después usar la aguja para sacar los ojos de la persona con la que discutimos. Hace ya un tiempo que visité Chipre y los recuerdos han sedimentado, sin la vaguedad de los ojos de cartón del turista. El viajero sólo se diferencia del turista en que cultiva su propia sombra. La alimenta como a un charco sin fondo. Allí lanza los libros que ha leído, a ver si crece algo.

 

Al salir del aeropuerto de Pafos, un tipo y yo somos los únicos con barba. Eso hace que nos sintamos obligados a dirigirnos la palabra, como si fuéramos parte del mismo dibujo en un folio. Me empieza a inquietar, este Teófilos.

 

—Me llamo Teófilos, que significa “amigo de Dios”, que es como decir “amigo de la Nada”.

Me cuenta que es un estudiante griego, de Tesalónica. Que su novia es chipriota y va a visitarla. Que se parece a Afrodita, pero con el pelo tintado de rojo. Teófilos lleva una camiseta en la que se lee en inglés y griego: “Un voto, un esfínter. Si no votas, revientan”. La camiseta es un prólogo a sus ideas, a cuál más incendiaria. Teófilos mira a su alrededor (alcanzo a detectar turistas rusos, ingleses e israelíes) y dispara.

 

—Los rusos vienen a construir edificios para purgar sus pecados mientras en su país los derribarían a bombazos para acusar a las Pussy Riots. Y los ingleses sueñan con que les chupen la polla mientras beben una cerveza y ven un partido de fútbol.

Los israelíes le caen bien, pero sólo porque, según él, “ahora nadie los pisotea”. Se sube a mi lado. Casi dan ganas de aplacar su ira con diez carneros y ramas de olivo.

 

¿Será esto a lo que se refieren con la cercanía de los pueblos del sur de Europa? Quizá, porque de Teófilos no me molesta su tono directo, ni que se tome la confianza de decir a quién ahorcaría o a quién pondría en un altar. Sí, está bien que haya gente así, obsesos de una lógica desquiciada. Así me hacen añorar lo que antes identificaba con aburrimiento. Lo que sí me molesta de él es la violencia con la que busca mi aprobación. Teófilos parece teñir todo de rojo sangre, o de cualquier rojo que le saque del calor amarillento que llena esta isla, aunque sea el rojo de la lava. Y ese lanzar de sopetón los lobos del cinismo, lobos negros, olorosos, de pelo gruesísimo, que nos cubren y dan tanto calor que basta con que alguien se acerque y nos pida fuego para arder.

 

Teófilos me pregunta si me ha gustado Tesalónica. De allí vine para aterrizar en Chipre. Me ha encantado su aire a ciudad hurtada, a selección de estudiantes, como si los hubieran escurrido por un colador. Y esa cercanía con los españoles, como si nosotros fuéramos griegos del revés. La entonación en ambas lenguas es la misma, y cuando se escucha hablar a un griego, se piensa: “¡Qué español más raro! ¿Se habrá comido un puzzle?”. Tesalónica, eso sí, parece un poco perdida y tiembla como si las capas de todos los sefardíes asesinados en la Segunda Guerra Mundial tiraran de ella hacia el subsuelo. En esa ciudad, cualquier referencia histórica es como un monolito caído del cielo, lanzado por un dios montado en la línea del tiempo. Su ágora rodeada de edificios colmena; el arco romano como un reloj elefantino, donde se citan los tesalonicenses; la muralla de la parte vieja; la torre de vigilancia en el paseo marítimo.

 

Por lo que veo, Pafos empieza a sufrir el efecto corrosivo de las ciudades turísticas, que pulen su superficie hasta el destello. Hay un toque kitsch, con hoteles de nombres mitológicos (Hotel Zeus Inn, Resort Eleusis) y la sensación de turismo esquemático, de sinécdoque, reducido a playa. Unos turistas ingleses que parecen ex militares y que se sientan en la parte de atrás del bus probablemente piden eso. En formación, altos, musculosos, pelo corto a cepillo, riñonera que les cruza el pecho, pantalones blancos. Reunidos en su certeza.

 

Casi a punto de llegar al pueblo, de donde tomaré un bus para Lefkosia (Nicosia, en griego), Teófilos me pregunta si España está tan mal como Grecia. Respondo que estamos en ello. Teófilos mira el cielo. No hay ni una sola nube. De tan azul, corroe las escleróticas. Seguimos el viaje en silencio. Llegamos al centro de Pafos. Teófilos se encuentra con su novia, que sí tiene el pelo rojo tintado. Nos presenta. Sí se parece a Afrodita.

 

En el viaje a Lefkosia todo es plano y el viajero piensa en tonterías. Por ejemplo, pienso en mi edad. ¿Aparento treinta? Sin duda, no hay escapatoria. Sólo si enseño la patita de lobo por la puerta pueden confundirme con un veinteañero. Pero no me molesta la mala salud que pueda venir, las rodajas que el tiempo prepare conmigo. El sol cae acuoso. Chipre parece deshabitada. Quizá la vida de un occidental medio empieza a los veinticinco. No entiendo a quienes quieren volver a la niñez. ¿La niñez? Un niño es una pelota que se cree perfecta sólo porque rebota. Los niños son seres a merced, palabras descarnadas. Son enormes ojos tirando a sucios, la inconsciencia de los ríos o el fuego. En cambio, de los veinte a los veinticinco uno está a punto de parirse, y sobre los veinticinco se alcanza algo de concreción. Veo un par de faros. Me fijo en el interior del bus. Está empapelado de decenas de carteles donde se lee en varios idiomas que por favor no ensucien. Con treinta años, disgusta la definición que te pide la sociedad y su séquito de monjes cíclopes, que con el traje planchado y una mano puesta al fuego te dicen: “¿Quién eres? ¿Qué harás?”.

 

Estamos a punto de llegar a Lefkosia. La especie de libertad intocada del viajero, los microcambios, los papeles interpretados en un marco ritual. Es una buena manera de olvidarse de los problemas de imbécil existencial. Supongo que, a su modo, también lo buscan los turistas achicharrados en la playa con sus mojitos.

 

  Es domingo en Lefkosia y las calles están llenas de chicas filipinas. Muchachas pequeñas que sonríen, recogen flores y cuentan en filipino hasta diez. Pregunto a un tipo mientras como una pizza. El hombre, en un inglés somnoliento, dice que están en su día libre. Son todas criadas que, como internas, viven en las casas de los chipriotas ricos. Pero son tantas que tal vez esté de moda tener una sirvienta filipina. Por ejemplo, él querría tener una, pero su cara denota que obligaría a la pobre filipina que cayera en sus manos a otro tipo de servidumbre. Le pregunto dónde está la dirección del hostal, pero a eso no me puede responder.

 

Camino y llego a una garita. Allí pregunto si estoy en el centro de la zona griega de Nicosia y si lo que se ve más allá, tras las barreras, es la zona turca. Los policías se cuadran. El hijo de uno de ellos, que no sé por qué está ahí dentro, se cuadra también. Yo pienso que no me he explicado bien y señalo:

—¿Es la zona turca o no?

 

—Llámalo zona ocupada. Es la zona griega ocupada por los turcos —me increpan.

Reconozco mi error. Que me arranquen las uñas. Quién soy yo para oponerme a la molicie cruda, de minotauro ciego, de todas las burocracias del mundo.

 

Ya en el hostal, conozco a Bill, un australiano de estilo surfista: bronceado, pelo muy rubio, musculoso. La humanidad camina a grandes pasos a un mundo en el que gente como Bill serán la norma. El mundo del tenis ya lo anunció: tenistas (ciudadanos) altos, fuertes, planos, capaces de adaptarse a todas las superficies, buenos en todos los golpes, pero un poco aburridos. Apolíneos, por seguir el cliché. Estoy agotado y sólo quiero dormir, pero Bill tiene muchas ganas de hablar. Las otras seis literas están vacías, así que no hay escapatoria. Además, con gestos fraternales que seguramente son habituales en su granja, Bill se ha mudado a la cama de debajo de la mía y da golpecitos a mi colchón cada vez que le hace reír algo de lo que él mismo dice. Ahora me detalla que sólo va a viajar por Europa recorriendo algunas de sus islas.

 

—Un poco absurdo tu viaje, ¿no? —le digo.

 

—¿Absurdo? Ja, ja. ¿Por qué? —pregunta él y traga birra.

 

No sé, tengo sueño, lo dije por molestar. Así que me río con él y le digo, de nuevo, que voy a dormirme. Él brinda y se ríe. Es decir, sigue hablando: empezó en Tenerife, subió a Madeira, luego fue a Tabarca, Mallorca, Ibiza, Córcega, Cerdeña, Malta y Chipre. Quiere acabar en Creta y trabajar allí de camarero todo el verano. —¿Tabarca? ¿Pero por qué Tabarca? —le pregunto.

Tabarca es una isla minúscula, de unos sesenta habitantes, que depende administrativamente de Alicante, al sureste de España. A esta especie de barrio rodante en el Mediterráneo, Bill llegó por casualidad. Perdió el bus que le llevaría a Dénia, donde debía tomar su ferri a Mallorca, y no supo qué hacer, hasta que alguien le indicó que había una isla. En realidad, hay que concederle a Bill que las islitas que bordean el litoral español, desde Les Columbretes en Castellón a las Cíes en Galicia, fascinan. Son piezas de algún rompecabezas geológico, puramente inútiles, simbólicas como los faros.

 

Yo estuve una vez en Tabarca, le cuento a Bill. También llegué en un barco lleno, en el que puedes ver la televisión durante los escasos quince minutos de trayecto. Una vez allí, los hosteleros de los cuatro o cinco restaurantes van a la búsqueda del turista. Los recién llegados nos dejamos guiar. Uno observa esos restaurantes, la playa con piedras abundantes, lisas, redondeadas, los acantilados enanos, agrestes, un par de tenderete, las casas antiguas, las obras (parece que fueran a engullir la isla en una obra blanca, polvorosa, irrelevante), y los límites, cortantes, donde el terreno se acaba hundiendo y yendo de nuevo al mar liso. No hay ni un parque, ni una miserable sombra, salvo si alquilas una sombrilla. El sol ablanda las voluntades, y sólo escapan los pescadores con sus gorras o los dueños de las embarcaciones de lujo. Cuando fui, alguien me comentó que los gatos habían aumentado hasta doscientos. Es decir, había doscientos gatos y unos sesenta habitantes. Los hombres pidieron ayuda al municipio de Alicante para que multaran al turista que los alimentase. Bill me dice que sí, que él vio muchos gatos, y que les dio de comer, pero nadie le multó.

 

Al día siguiente, por la tarde, camino a la capital de la República Turca del Norte de Chipre, llamada Lefkoşa (Nicosia, en turco). Paso por el checkpoint, donde me abroncaron los policías. Llego a una zona donde personas ven documentales al aire libre sobre la paz internacional, concretados en historias fraternales (casi tanto como las de Bill y yo) entre griegos y turcos. A uno de los espectadores lo vi esta mañana en la parte griega vagabundeando y pidiendo cigarros a los turistas. Sigo caminando y llego a la parte turca. ¿Qué decir? Los edificios tienen viveza por los símbolos, banderas, retratos, pero tienen algo de ligero. Las calles son pequeñas y el cambio cultural hace que uno piense que la vida es un mapa. Chipre es un país satélite cubierto de volcanes que erupcionan según el viento geopolítico. Un símbolo de tantas culturas mezcladas, molidas y aplastadas. Un símbolo de tanto, dividido en dos.

 

Sea en la parte griega o en la turca, los restos de tiroteos, las casas abandonadas, los checkpoints fantasmas, las patrullas de cascos azules y hastiados de la ONU dan la imagen de que algo se está por hacer, o de una madrugada perpetua. Supongo que un extranjero recién llegado como yo se empeña en ver esas cosas solemnes y que Lefkosia y Lefkoşa pueden ser tan agradablemente normales como otros lugares. Así que me siento en un bar para olvidarme de la tragedia griega y me pongo a hablar con una de las camareras. Esta chipriota dice que en su país nunca pasa nada y que no hay crímenes: los únicos sucesos son los accidentes de coches. “No pasa nada”, se dice desde la anormalidad de tener medio país controlado por los turcos. Pero no, los turcos son sólo un visitante molesto que se ha atrincherado en el trastero. “No hay crímenes”, pero aceptan y fomentan las inversiones de los mafiosos rusos en la costa. Que cometan los crímenes en otro lugar y aquí se lave el dinero. La sangre que se vierte en otros lugares es transparente. Imposible sustraerme a Sófocles.

 

Con más indulgencia, tal vez cualquiera que viva en una isla tenga ese punto de abandono. Estar rodeado de mar da ensoñaciones de inmovilidad. Lo cierto es que la camarera no podía saber que un año después Chipre afrontaría un “corralito” a cambio de un rescate financiero. La Unión Europea, como un ser líquido que puede ser engullido por agujeritos como el de las finanzas chipriotas. Ahora que ha pasado el tiempo, todos podemos decir que Grecia, Chipre o España han estado o están a punto de añadirse al triste subcontinente de crecimiento paticorto. Europa, ese símbolo de tanto, también ha quedado dividida en dos. Está bien subir el telón.

 

Bill llega al bar y se sienta junto a mí. Pronto la camarera y él simpatizan. Entiendo perfectamente que estas discusiones bizantinas sobre la división de Chipre son muy lejanas para un australiano. Ya dije que a mi amigo mexicano le pasa lo mismo. Cualquier futuro réquiem por Europa debería tenerlo en cuenta: la música sonó hace mucho y pocos se dan cuenta de este silencio.

 

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