Uno de los libros que Villoro ha leído más veces en su vida y que cada vez le dice cosas distintas es Don Quijote de la Mancha; otro era Rayuela, de Cortázar, una obra que durante su juventud le fascinó, pero a la que hoy en día ve con menos pasión, ya que le parece un tanto esnob. Donoso le dijo que tenía que leer Desnudo en el tejado, del chileno Antonio Skármeta, porque ahí se manejaba muy bien un cruce de caminos entre lo fantástico y la cultura pop. El primer cuento del libro era “El ciclista del San Cristóbal”, que iniciaba con un epígrafe de San Juan de la Cruz y trataba sobre lo que pasaba por la mente de un chavo durante una competencia de ciclismo. La rara mezcla atrajo a Villoro, y los primeros libros de cuentos de Skármeta le fascinaron. Cuando conoció a Roberto Bolaño, en los setenta, el escritor chileno también había sido seducido por su compatriota. El cuento “A las arenas”, de Skármeta, dice Villoro, es el germen de Los detectives salvajes. “En el cuento, un chileno y un mexicano viajan on the road a Nueva York. Son pobrísimos y tienen que vender su sangre para poder pagar las entradas a un concierto de jazz. ¡La vida a cambio del arte! Cuando conocí a Roberto, en 1976, me dijo que esa trama le recordaba a los grandes novelistas rusos, y que algún día haría circular a otro mexicano y otro chileno para repetir la transubstanciación: sangre que sería literatura”. Luego Skármeta se fue por otro camino. A partir de El cartero de Neruda, que primero se llamó Ardiente paciencia, empezó a buscar otro registro en su escritura que no necesariamente fascinó a Bolaño.
Pero Lichtenberg fue el descubrimiento fundamental de Villoro. No solamente como escritor, casi también como modelo de vida: el escritor alemán era un hombre muy disperso, muy irónico, muy chismoso, y que en su escritura podía pasar de la filosofía a la moda femenina. Villoro lo encontró gracias al escritor Alejandro Rossi, a quien vio hasta su muerte como una especie de padre sustituto. En una ocasión en que se quedó sin tema, Rossi decidió traducir unos aforismos de Lichtenberg y publicarlos en su columna de la revista Vuelta. Villoro los leyó maravillado y descubrió después que no había ningún libro de Lichtenberg en español. En ese momento se planteó que alguna vez él mismo lo traduciría.
Rossi había sido el mejor amigo de su padre durante muchos años, pero luego se separaron por razones políticas, ya que Rossi era bastante conservador. Lo hicieron sin pleito de por medio, y mantuvieron el afecto. Y tiempo después Villoro descubrió en Rossi el valor de las emociones, las cuales resaltaban en un mundo en el que todos los amigos de su padre eran filósofos que rara vez mostraban rasgos afectivos. Rossi no ocultaba en lo absoluto su capacidad de ternura. El joven Villoro lo visitaba en su casa con regularidad para que le diera consejos. Conversaban a veces hasta por cinco horas sobre la literatura y la vida.
Cuando Villoro le dijo a su madre que sería escritor, ésta se emocionó mucho. Estela Ruiz Milán había estudiado Letras y era buena lectora de escritores españoles, sobre todo de Azorín, aunque luego se dedicó a la psicología. En el trance publicó el libro Strindberg. Una mirada psicoanalítica. Una vez que supo que su hijo quería ser escritor, nunca pensó pragmáticamente de qué iba a vivir, sino en el aspecto romántico de lo que significaba tener un hijo escritor. En la actualidad, suele ser lectora de los manuscritos de la obra de su hijo.
Aunque su padre tenía confianza en que conseguiría ser un buen escritor, él sí se preocupó por las cuestiones prácticas. Villoro dejó el hogar familiar a los veintidós años para irse a vivir con su gran amigo, el escritor Francisco Hinojosa, a una casa de Avenida del Convento 136 bis, en Coyoacán. Al filósofo Villoro Toranzo le parecía arriesgado que su hijo no tuviera una carrera universitaria sólida, ya que no estaba pensando en hacer un doctorado. Le preguntaba con regularidad sobre sus empleos, más aún cuando se casó. En la época de su primer matrimonio, Villoro vivía de hacer los guiones del programa El lado oscuro de la luna, que se transmitía por Radio Educación. Fue cuando se dio cuenta de que podía hacer distintos trabajos para mantenerse, lo que hasta la fecha no ha dejado de suceder: Villoro es un escritor que trabaja. Es profesor de Literatura de la UNAM e invitado de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, de la Universidad de Princeton y de la Pompeu Fabra; graba programas de televisión con regularidad y escribe una columna semanal en el diario Reforma y otra quincenal en El Periódico. No pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes ni ha pedido becas especiales, porque considera que éstas deben darse a escritores que no pueden vivir de su trabajo. “Yo, por ejemplo, si juego al póquer con amigos me siento pésimo si gano.
Es una cosa personal. Del mismo modo me siento mal si, pudiendo trabajar por mi cuenta, solicito una beca que le haría más bien a un escritor joven, a un escritor de provincia, o alguien que tiene menos salida comercial”. También ha dicho no en varias ocasiones a ofertas de cargos públicos. Dice que la independencia de un escritor se funda en decir “No”: no a vidas fantasmas, trabajos burocráticos, cargas ideológicas que acaban con tu obra. “Creo que es más fácil decirle ‘No’ al presidente que tener una idea creativa”.
No le preocupa el asunto de la posteridad, aunque hay algunas cosas al respecto con las que se divierte. Hace no mucho, las viudas de Salvador Elizondo y de Alejandro Rossi, durante una comida en Coyoacán, le recomendaron a su esposa Margarita que fuera dura con el manejo póstumo de la obra de Villoro. Villoro protestó, les dijo que todavía estaba vivo y delante de ellas. Todos rieron. Además, Villoro le recomendó a su esposa que fuera como la viuda de Onetti, que es una maravilla. Sobre todo en comparación con otras que parecen vengarse de sus maridos escritores con la administración póstuma de su obra.
Al fin Villoro deja de contestar mensajes y se alista para ir a un estudio que tiene junto a su recámara y que casi no usa. Sin embargo, hoy escribirá en él su columna de mañana para Reforma. Sobre la mesa principal del comedor queda un ejemplar de Materias dispuestas, el libro que compila la crítica sobre su obra, en el que hay un breve y críptico texto titulado “Recuerdos de Juan Villoro”, que dice:
“La primera vez que vi a Juan Villoro fue en la Universidad Autónoma de México, en la entrega de unos premios. Él había obtenido el segundo premio de cuento y yo el tercero de poesía. Villoro tenía diecinueve o dieciocho años y yo tres más. Mis recuerdos de aquel día son más bien brumosos. Recuerdo a un adolescente muy alto y entusiasta. No sé si ya entonces llevaba barba, puede que no, aunque en mi memoria lo veo con barba, conversando conmigo durante unos minutos, sin estudiarnos, sin pensar en nuestro futuro, un futuro que comenzaba a abrirse para ambos pero no como telón ni como visión instantánea sino como puerta metálica de garaje que se abre con estrépito, sin limpieza ni armonía. Eso era lo que había. Eso era lo que nos había tocado. Pero no lo sabíamos y hablamos de lo que hablaban los escritores menores de veintiún años. Después pasaron más de veinte y no hace mucho lo volví a ver. Creo que está un poco más alto que entonces y tal vez un poco más flaco. Sus cuentos son mucho mejores que los de entonces, de hecho sus cuentos están entre los mejores que se escriben hoy en la lengua española, sólo comparables a los del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.
“Pero eso que sé, mientras observo a Villoro que mira el Mediterráneo, no es lo importante. ¿Lo importante es que seguimos vivos? Tampoco, aunque no es poco. Lo importante es que tenemos memoria. Lo importante es que aún podemos reírnos y no manchar a nadie con nuestra sangre. Lo importante es que seguimos en pie y no nos hemos vuelto ni cobardes ni caníbales” (Roberto Bolaño, Barcelona, 2004).
EL ANIMAL DEL ENSAYO
“Nabokov sabía que no hay juicio estético más preciso que sentir un escalofrío en el espinazo. El ensayo asume en forma intrépida el reto de razonar escalofríos.”
De eso se trata (Anagrama, 2008)
En la biblioteca catalana de Juan Villoro hay unos mil libros. No se trata de su selección principal —que permanece en el estudio de su casa de Coyoacán, Distrito Federal—, sino de libros que lo han acompañando durante ciertos viajes europeos o que ha conseguido aquí y que aquí se han quedado.
Si se escogen al azar cinco pequeños estantes de su biblioteca catalana, se asoman estos títulos:
Estante 1: Trayecto, Ignacio Echevarría; El País de la canela, William Ospina; Cartas de Nueva York, Elliot Hesh; Observaciones a la mina de plomo, Carlos Barral; Monstruos cardinales, Rafael Gumucio; La reina del sur, Arturo Pérez-Reverte...
Estante 2: Partes de guerra, Ignacio Martínez de Pisón; Escribir con el cuerpo, Beatriz Ferreyra; Literatura joven 2003: Nuevas voces en la narrativa mexicana; Cumbres borrascosas, Emily Brontë; La novela de mi vida, Leonardo Padura...
Estante 3: Mamá, Jorge Fernández Díaz; Algunas tardes con Alejandro Rossi, Adolfo Castañón; Escolta, Volòdia!, Ramon Erra; Novelas de Santa María, Juan Carlos Onetti; Visión desde el fondo del mar, Rafael Argullol; Naufragios del mar del sur, Fernando Aínsa; revista Granta: La última frontera...
Estante 4: Vena cava, Jorge Esquinca; Alguien de lava, Fabio Morábito; Los cinco sentidos del periodista, Ryszard
Kapuściński; ¿Quién mató a Daniel Pearl?, Bernard-Henri Lévy; Pedro Páramo y El llano en llamas, Juan Rulfo; La vida desaforada de Salvador Dalí, Ian Gibson...
Estante 5: Cuentos completos, José Agustín; El cielo de Sotero, Alejandro Rossi; Un día en la vida de Dios, Martín Caparrós; Pixie en los suburbios, Ruy Xoconostle; El cementerio de sillas, Álvaro Enrigue; Poesía, Juan Manuel Roca...
A simple vista no hay ninguno de los escritores Fabrizio Mejía, Ricardo Cayuela, Héctor Abad, Alberto Barrera Tyszka o de Mihály Dés, los mejores amigos de Villoro.
Sobre la mesa del estudio permanece un par de botellas de tequila vacías, una de Cuerno de Chivo reposado, cuya etiqueta presume que es 100 por ciento agave y no tiene nada de alcohol, y otra de El Caballito Cerrero.
Éste es el último día de trabajo de Villoro en la primavera de Barcelona de 2012. Mañana temprano volará de regreso a la ciudad de México. En el artículo para Reforma titulado “El gol que cruzó el mar”, conectará el tsunami de Japón con Borges y un balón de futbol. Después irá a la Universidad Pompeu Fabra a tramitar el pago por sus clases en el máster de Creación Literaria. Comerá con el catalán Miguel Aguilar, editor del sello Debate, de Random House Mondadori, y con el promotor cultural mexicano Diego Celorio, en un restaurante a la vuelta de su departamento de la calle Roger de Llúria. Saliendo de ahí, caminará a la peluquería a cortarse el cabello y luego regresará a su departamento para darle el pato y la merluza que tiene en su refrigerador a una mujer que lo ayuda con la limpieza de su hogar. También se pondrá un saco y una corbata y se irá al Ayuntamiento de Barcelona, donde será el orador principal del acto por el 101 aniversario de la Casa Amèrica Catalunya. La ceremonia será en un viejo salón que fue sede de uno de los primeros parlamentos democráticos del mundo. Uno de los objetivos de su discurso será conseguir que, en medio de la crisis actual, las autoridades locales den un edificio que sea la sede adecuada del organismo encargado de promover las relaciones culturales de Cataluña con América Latina, el cual se encuentra operando, irónicamente, en un departamento y no en una casa. El evento es a las siete de la noche, pero Villoro llega a las 6:20 de la tarde a la Praça de Sant Jaume, donde ha quedado de verse con el director de la Casa Amèrica Catalunya. A esa misma hora esperan a Villoro su primo el arquitecto Joan Villoro y el hijo de éste, así como Antonio López, experto en el árbol genealógico de los Villoro del pueblo de La Portellada.
Se trata de un evento al que acuden las máximas autoridades de Cataluña. Villoro comienza su discurso en catalán. Luego repasa en español las conexiones entre México y Barcelona. El escritor ha preparado un discurso titulado “Una casa para todos”, que lee, algo inusual en sus intervenciones públicas. La soprano Vanesa Regalado canta al final de la ceremonia, acompañada por una pianista de apellido Pujol. Su hermoso canto se confunde con el grito “No más multas, queremos trabajar”, que se cuela hasta el elegante salón. Afuera hay una manifestación de prostitutas contra los nuevos impuestos que el Ayuntamiento ha decidido cobrarles a ellas en especial para sortear la crisis. Debido a esto, los invitados a la sesión especial deben abandonar el viejo salón por una puerta lateral, ya que las prostitutas de Cataluña bloquean el acceso principal. Villoro camina entre callejuelas del Barrio Gótico, y del Ensanche rumbo al bar Belvedere, donde ha quedado de verse con Paula Canal, brazo derecho del editor de Anagrama, Jorge Herralde, para comentar la acogida del Arrecife. Canal está satisfecha por la forma en que la prensa ha recibido la novela. Resalta que Babelia, el suplemento cultural de El País, le dedicó una portada a Villoro, en el marco del lanzamiento. Le comenta también que acaban de recibir una oferta para traducirla al francés. Ríen los dos porque un catálogo literario reseña la novela diciendo que, debido a la trama de Arrecife, Villoro podría ser “el nuevo Stieg Larsson”, el autor sueco de la saga best seller llamada Millenium.
Tras beberse un coctel, Villoro anuncia que va a cenar “con el jefe”. Villoro conoció a Jorge Herralde en los ochenta, cuando lo visitó en su oficina con una carta de recomendación escrita por Sergio Pitol. El primer trabajo que Herralde le encomendó fue la traducción de Memorias de un antisemita, de Gregor von Rezzori, publicado por Anagrama en 1988. En eventos literarios, Herralde ha relatado que cuando conoció a Villoro le intrigaba que un joven mexicano fuera tan estudioso y conocedor del idioma alemán, por lo que se lo preguntó. “Me comentó que su padre, Luis Villoro, gran pensador y una de las figuras imprescindibles en el ámbito de la ciencia política, había decidido que Juan estudiara alemán, opción algo exótica”. Villoro lo explica así: “Lo extravagante de la decisión fue que en un entorno donde nadie tenía relaciones con el alemán (y en una época en que ese idioma sólo nos llegaba por los nazis de las películas), mi padre pensó que yo podría abrirme camino en la selva lingüística que fue el hábitat de Heidegger”.
Herralde también ha contado la forma en que reclutó a Villoro para las filas de Anagrama en los alrededores de 2002. “Durante su estancia en Barcelona nos veíamos con frecuencia, aunque sólo en muy contadas ocasiones yo aludía a su work in progress (El testigo): lo bastante para que supiera de mi interés, pero sin querer presionarlo. Sabía que era un autor muy codiciado por otras editoriales y quizá con algunos compromisos. Un día me contó que había firmado con la agente literaria Mercedes Casanovas, una profesional eficaz, transparente, nada pushing y buena amiga. Me pareció una decisión muy acertada. Cuando la novela estuvo terminada, empezamos a negociar y llegamos a un acuerdo no demasiado insensato, creo, para ninguna de las dos partes”.
EL ANIMAL DEL TEATRO MODERNO
“He visto ciegos, cojos, jorobados que venden lotería, como si se hubieran jodido para que tú ganaras. Ninguno de ellos compra billetes.”
Los culpables (Anagrama, 2008)
La última noche en Barcelona, Juan Villoro habla en su departamento de la calle Roger de Llúria sobre la nueva etapa de su vida. “Estoy entrando al tercer acto de la obra. La edad que tengo es un umbral en el que las personas ven cómo van a concluir la historia y, desde un punto de vista ufano y vanidoso, piensan en cómo serás recordado”. Explica que está consciente de que la reputación siempre es una simplificación y un malentendido. “La gente interpreta de forma distinta a los escritores. No hay nada más ocioso que buscar moldear esa percepción”. Insiste en que no le distrae el hecho de que algunos lo vean como “el nuevo señor de las letras mexicanas”, sucesor de Carlos Monsiváis y Carlos Fuentes. “La presión de ser un supuesto representante nacional se ve amenazada por cosas más cabronas como el agotamiento de la fuente. A partir de este momento, uno tiene el riesgo de que se puede retirar. También hay autores de primer nivel que en este lapso se convirtieron en sus peores discípulos, incluso en su parodia. A mí me preocupa eso: es la razón por la que cambio tanto de género”.
La diversidad de disciplinas y formatos que ha practicado Villoro abarca la televisión, el cine y de forma especial el teatro. En 2001 hizo una serie de veinte programas televisivos llamada ¡Silencio! Maestros leyendo, dirigida a profesores de secundaria y preparatoria. Fue producida por la Televisión del Estado de México y consistía en la reseña de libros emblemáticos desde locaciones estrambóticas: para hablar de Los albañiles, de Vicente Leñero, usó un edificio abandonado. Al terminar de grabar, Villoro y su equipo vieron enfrente un restaurante chino, que les pareció perfecto para grabar el programa de El complot mongol, de Rafael Bernal. También realizó Café con Shandy, una entrevista con Enrique Vila Matas, para Teveunam. Su faceta televisiva más conocida es su participación en el Mundial de Futbol de Alemania 2006. Para Sudáfrica 2010 volvió a tener la invitación de Televisa, pero optó por hacer comentarios en Canal 22. “La tele hay que saber controlarla”, dice. Para el mismo canal de televisión pública, ahora que regrese a México, conducirá Piedras que hablan, una serie de trece programas que implicará que visite casi sin descansar veinticuatro sitios prehispánicos a lo largo del verano.
En el mundo del cine, su incursión más importante fue como guionista de Vivir mata, una película que dirigió el gran documentalista mexicano Nicolás Echevarría y que fue filmada en medio del llamado renacimiento del cine nacional, a finales de los noventa. Sin embargo, Villoro no disfrutó demasiado el proceso. El guión original que escribió fue cambiado veintiocho veces, lo que lo llevó a concluir que “un guionista de cine es como el cocinero de un antropófago”.
Su primera obra de teatro fue Muerte parcial, cuya dramaturgia fue publicada en un libro de Ediciones El Milagro, para la que Vicente Leñero escribe una introducción en la que advierte a Villoro sobre tener cuidado porque el teatro es un mundo muy hostil: “Con un dejo de pudor personal, termino este prólogo endosando una frase que escribió Rodolfo Usigli luego de presenciar mi primera obra dramática: Bienvenido al maravilloso infierno del teatro, Juan Villoro”. Sin embargo, Villoro ha vivido más el cielo que el infierno de ese mundo. El fallecido escritor chihuahuense Víctor Hugo Rascón Banda era tan partidario de Villoro que incluso fue al estreno de Muerte parcial en una ambulancia y acompañado por un médico en todo momento. Rascón Banda le dijo que quería defenderlo de algunas críticas nacidas de la envidia, por el atrevimiento de Villoro de escribir teatro.
—¿Qué va a cambiar en este tercer acto?
—A mí me gustaría pensar en algo más esencializado. Después del terremoto en Chile, que fue una sacudida monumental, te das cuenta de que hay cosas muy significativas, que son las únicas que importan: tu núcleo básico de amigos, tu familia, los afectos más cercanos y tu trabajo más verdadero. Porque todos nosotros hacemos un trabajo que de pronto es como boxeo de sombra. De que dices: “Bueno, a ver si me sale esto”. A mí me gustaría ahora aprovechar el tiempo mejor. Eso sería un cambio pequeño. Y luego está también el acentuar una vocación que sí me parece que es clara, pues es lo que me gusta hacer, no ha dejado de gustarme en todos estos años, pero, digamos, quisiera aceptarla ahora más caprichosamente. Decir: “Bueno, ya no voy a escribir tres textos para tres catálogos de exposiciones. Ahora me voy a concentrar en escribir un cuento que muy posiblemente no me va a salir”. Eso es parte del capricho. El capricho muchas veces te lleva a la esterilidad. Una de las grandes sorpresas al escribir es que de pronto tú estás trabajando con enorme felicidad en un texto y a fin de cuentas queda muy mal. Uno de los misterios de la creación literaria es cuando el grado de felicidad con el que escribes algo no se corresponde con el resultado. Hay veces que te cuesta mucho trabajo un texto y luego queda mejor. Para mí la única prueba de calidad, si se le puede calificar así a lo que yo escribo, es cuando casualmente lo releo bastante tiempo después y me parece escrito por otro. O sea, cuando veo que eso tiene una autonomía. Por eso me interesa tanto el tema del autor ausente en Borges. El original siempre es el otro, dice Borges. Y eso también te despoja de vanidad respecto a lo que tú creaste, porque lo que te gusta te parece ajeno y te parece que vive por su cuenta, como si tú fueras un curioso, y ese trabajo que finalmente pasa por el capricho, por el tiempo que le puedes dedicar a un texto, las cancelaciones de las otras variantes de ese texto, todo eso es lo que me gustaría aprovechar más en estos últimos tiempos en que está empezando el tercer acto de la obra y que no sé cuánto va a durar. Eso sí, espero que sea un acto largo, no tan aburrido.
—¿Te enfocarás en el teatro?
—Eso lo voy a tener que ir decidiendo. Yo he estado picoteando géneros, también como un aprendizaje, como una manera de probarme a mí mismo. Afortunadamente ha habido posibilidad de ejercerlos, de publicarlos todos, pero ahora tengo que decidir con más cuidado. Ya sé que puedo ejércelos, sé que puedo publicarlos, ¿pero qué es lo que verdaderamente me interesa? En los últimos años, el teatro me está jalando mucho, y creo que mi tercera edad será dramática o no será. Y creo que tampoco podría dejar de escribir literatura infantil. Para mí es el teatro, la literatura infantil y en medio estará algo más que no sé qué es... Tengo planes de varias novelas. El problema que yo tengo con la novela es que siempre me juro a mí mismo que cuando publico una, no van a pasar dos años sin que publique otra, y hasta ahora, entre novela y novela ha habido seis, siete, ocho años. Ahora acabo de publicar una y, claro, empiezas a hacer cálculos en la vida: si quiero escribir cinco novelas más... pues tendría que vivir como Matusalén.
EL ANIMAL DEL CUENTO
“Hablé con mi hija y le dije que todo estaba bien. Me preguntó por Pancho Hinojosa, a quien admira mucho. "¿Están escribiendo cuentos?", quiso saber. A sus diez años la normalidad significa eso: escribir cuentos.”
8.8: El miedo en el espejo (Almadía, 2010)
Hace horas Juan Villoro se subió al avión que lo llevaría de regreso a México. Ha quedado atrás su primavera catalana.
En Passeig de Joan de Borbó, conde de Barcelona, en el barrio de La Barceloneta, está el restaurante Martín Villoro, atendido hoy por Enrique Villoro, quien habla con cariño sobre las visitas frecuentes de su primo el escritor mexicano. La Barceloneta es una antigua zona de pescadores intervenida por la especulación inmobiliaria. Los cuartos pequeños en los que vivían los trabajadores del mar se volvieron hipsters. Sin embargo, el restaurante Martín Villoro mantiene su agradable toque antiguo, aunque cercado por ese aire esnob. Una espantosa torre moderna ubicada a medio kilómetro representa el mayor desatino arquitectónico del barrio en plena metamorfosis: el llamado “Hotel Vela”. Debajo de él está un hombre armado con una metralleta. Subir y comer en el restaurante del último piso cuesta, mínimo, doscientos cincuenta euros.
Esta tarde del 28 de abril de 2012 en la que Roberto Bolaño, si aún viviera, cumpliría cincuenta y nueve años, en el Martín Villoro hay una mesa de la terraza en la que, entre un agradable olor a tabaco, un grupo de catalanes relatan sus experiencias recientes en México. Un par de ellas se turna para contar que las pararon en una carretera de Campeche por exceso de velocidad. Los policías les perdonaron la multa después de que ellas se los rogaron. Luego les informaron que el cruce que estaban buscando lo habían pasado hace mucho. Ríen mientras platican su experiencia y les dicen “mayitas” a los policías que les perdonaron la vida. “Policías mayitas mexicanos”.
Uno de los catalanes acota con voz de loro:
—A veces sirve eso de hacerse la rubia tonta.
Todos ríen más.
Una de las dos catalanas con pelo color Fanta continúa:
—Y más si los policías son así [pone su mano a la altura de una silla del restaurante Martín Villoro].
Muchas carcajadas más.
Otro de los catalanes de la mesa, de ojos color verde estiércol, cuenta su aventura con indígenas de Ecuador. Otro más, de voz gargajosa, su viaje a Paraguay. Durante una hora se turnan para narrar historias de sus encuentros con el animalejo latinoamericano, e imitan acentos mexicanos, peruanos, venezolanos, ecuatorianos, colombianos, guaraníes... Simplemente pasan una buena tarde con sus recuerdos en el Martín Villoro.
Cuando comienza a caer la noche, uno de los comensales mira su BlackBerry y les dice a sus amigas que esa noche habrá una fiesta en un “pisazo” de unos ingenieros químicos ingleses. “Me ha enviado un e-mail uno de ellos para pedirme que llevara a dos hot girls españolas”. Ellas se emocionan con la idea y discuten quiénes irán, porque son cuatro, y los ingleses sólo necesitan dos hot girls. Comienza otra conversación en la mesa de la terraza del Martín Villoro. Ahora no hay carcajadas. Hay que resolver un asunto serio.
Mientras tanto, tras su regreso a México, en las redes sociales en las que lo siguen más de cien mil personas, el escritor que con el paso del tiempo no se convirtió en cobarde ni caníbal publica un enigmático tuit sobre la derrota de su equipo de futbol preferido.
Y eso marca el momento de que concluya el ornitorrinco sobre Juan Villoro en Barcelona.
El ornitorrinco acaba aquí. \\
*Publicado en Gatopardo