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El escritor contesta sin parar un mensaje electrónico tras otro. Suele sortear peticiones para que haga prólogos a libros “narcos” o de literatura clásica, comente exposiciones de pintura o participe en programas de televisión. También para que dé entrevistas sobre teatro grecolatino o el PRI, imparta clases especiales en alguna universidad estadounidense, lea manuscritos de amigos, sea jurado, reciba premios, apoye causas perdidas y se implique en una larga lista de cosas que exigen una exagerada servidumbre. Sin embargo, Villoro es un escritor prolífico. Sólo su fallecido amigo Carlos Monsiváis podría competir con él en cuanto a omnipresencia.

 

En algún momento, Villoro detiene la marcha y se acerca a la cocina para prepararse el desayuno. No le molesta, pero tampoco parece que le entusiasme mucho la idea de que lo consideren sucesor de Monsiváis. Durante varios años, Villoro viajó con él a eventos de diversa índole, en los que Monsiváis era “el cronista” y Villoro “el joven cronista”. Lo mismo acudían a Londres para un encuentro de escritores que a una convención revolucionaria en el sureste de México. En agosto de 1994 fueron a la selva tojolabal para participar en el primer gran encuentro que organizó el EZLN con representantes de la sociedad civil. Monsiváis y Villoro fueron dos de los seiscientos invitados seleccionados por el subcomandante Marcos. Ese año de la insurrección chiapaneca, Villoro había sido invitado a participar como profesor en la Universidad de Yale, donde además de enseñar literatura latinoamericana, tomó un seminario con Harold Bloom y se lesionó el tobillo practicando esquí. En 1994 acudió a Chiapas con la intención de escribir una crónica que luego publicó con el título de “Los convidados de agosto” (un guiño a Rosario Castellanos). Villoro llegó a la selva con una férula, pero como Monsiváis sufriría la misma lesión el primer día del viaje al territorio zapatista, Villoro le prestó su férula, además de que le compartió las recomendaciones médicas puntuales que él mismo había recibido. La primera noche, cuando Monsiváis logró al fin meterse al sleeping bag, se sintió un genio y juró no volver a apoyar ninguna causa que no fuera urbana.

 

Una diferencia importante entre Monsiváis y Villoro estriba en que Monsiváis no escribió nunca cuentos ni novela. Aunque de esto último, al parecer, sí tuvo la intención. De acuerdo con Villoro, el escritor japonés Kenzaburo Ōe, con quien coincidió en un evento celebrado aquí en Barcelona, le dijo que había conocido tiempo atrás a un escritor mexicano de nombre Carlos Monsiváis, quien le había platicado que estaba haciendo una ambiciosa novela sobre la fiebre del oro en Tijuana. Villoro le preguntó después a Monsiváis si lo que le había dicho el premio Nobel japonés era cierto o se trataba de uno de sus comunes divertimentos. Monsiváis reconoció que sí había intentado hacer esa novela en los setenta, pero no lo había conseguido.

 

La conversación sobre férulas lleva a que Villoro recuerde que debe conseguir zapatos nuevos antes de regresar a México. Sale a la calle a cumplir ése y otros pendientes. Tras unos cuantos pasos entra a una tienda de discos, donde suena un saxofón a todo volumen. Es la música de un cubano exiliado en Barcelona que se oye mientras Villoro busca la Sinfonía fantástica, de Berlioz, para llevársela a su hija Inés. “Es una buena forma de acercar a los niños a la música clásica”.

Después va a una tabaquería en la que compra un sello postal por cincuenta y un centavos de euro. El despachador refunfuña porque no encuentra en la caja todo el cambio compuesto por monedas diminutas que parecen de mentira.

 

—Ya casi no hay centavos —le comenta Villoro.

 

—No había, pero ahora con la crisis que tenemos, van a tener que salir como sea.

 

Villoro pega el sello en un sobre. Lleva adentro una factura con la que cobrará el prólogo que hizo a la nueva edición de un libro de Juan Carlos Onetti. Deposita el documento en el buzón de la esquina de la tabaquería y continúa su marcha hacia la zapatería Camper. Villoro y el despachador, que le da un par de zapatos número 11 americano, ríen mientras comentan que hay gente que llega y quiere darle cierto caché a su compra y pronuncia “Campér”, con acento en la “e”, como si fuera francés. En realidad, explica el empleado, el nombre de la marca Camper es un homenaje a los “campe-sinos” de Mallorca, la isla oriental de España donde se fabrican.

 

Tras renovar calzado, Villoro debe ir al barrio de las e-companies, en el que están las nuevas cabinas de la Radio Nacional Española, donde lo entrevistarán sobre Arrecife. El productor, un hombre tan expresivo como una piedra, lo espera en la cabina cuarenta y cuatro del piso cuatro del edificio, para enlazarlo a Madrid con el entrevistador. Villoro se ha puesto ya sus zapatos Camper nuevos y responde preguntas a lo largo de una hora: “Esta novela tiene que ver con la memoria y con la forma en la que nos relacionamos con el pasado”, “Me interesaba una novela en la que el narrador tuviera una memoria imprecisa”, “El miedo es en México nuestro mejor recurso natural”, “Los mayas mataban, no porque les pareciera gratuita la vida y fueran sanguinarios, sino, al contrario, porque tenían miedo de que todo el cosmos desapareciera, de que todo se muriera si ellos no ofrendaban lo más preciado, que era la sangre”. Villoro está sentado de espaldas a los operadores, con aparatosos audífonos bien puestos para escuchar a su entrevistador. Habla de forma animada. Va de un tema rebuscado a otro más simple con naturalidad. En algún momento menciona El lado oscuro de la luna, no en alusión al disco de Pink Floyd, sino al programa radiofónico de rock que condujo en los setenta en México, una década en la que Villoro era estudiante de Sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana, cuentista en ciernes y letrista del grupo Los Renol. Al fondo, por la ventana de la cabina ubicada en el moderno edificio, todo el tiempo suben y bajan elevadores cargados de personas elegantes. Villoro sigue hablando: “El 10 por ciento del lavado de dinero del mundo acaba en Londres, algo que casi no se sabe”, “Estos hoteles son como sedes interespaciales. Los habita gente que no quiere tener pertenencia alguna”, “Los arrecifes son tentaciones peligrosas. Aguas de peces hermosos, pero también de tiburones”. En comparación con El testigo, Arrecife es la apuesta de Villoro por la claridad: una claridad rodeada de cientos de desafíos morales que giran en torno a un asesinato cometido en un Caribe mexicano transformado en “Disneylandia con herpes o un Vietnam con room service”.

 

Luego de la entrevista, Villoro regresa a su departamento. En la entrada se topa con su amigo, el dueño de una tienda de comestibles junto al edificio de la calle Roger de Llúria. Sale al tema la bolsa de basura que al parecer ha dejado en la calle un periodista americano que vive en el mismo edificio. “Un periodista americano, pero no es Hemingway”, aclara Villoro. El periodista americano que no es Hemingway representa una pesadilla de veinticuatro horas para la mayoría de los inquilinos del viejo edificio. Se trata de un hombre que se pone violento con el ruido del aire acondicionado de los departamentos vecinos. Por ello, Villoro ha tenido que pagar tres revisiones, de cuarenta euros cada una, para disminuir más y más el ruido del suyo. Sin embargo, el periodista americano que no es Hemingway aún está insatisfecho. Una auténtica lata para todos.

 

Por la tarde, luego de la comida, la nueva parada quedará muy cerca de la Praça de Sant Jaume, donde están el Ayuntamiento y el Palau de la Generalitat de Cataluña. Villoro irá al Colegio de Arquitectos de Cataluña, en el que un pequeño comando conspira la creación de un círculo de lectores arquitectos catalanes. Uno de los miembros es su primo Joan Villoro, quien le ha pedido que participe en una mesa de discusión que servirá para ir calentando el asunto entre la comunidad local de arquitectos. Durante el trayecto, por la ventana del taxi se ve un grupo de fanáticos del Chelsea recién llegados a la ciudad. Como su equipo juega hoy en la noche contra el Barcelona, los hooligans están haciendo desmadre en las calles del Barrio Gótico. Villoro parece no darles importancia.

 

A la sesión inaugural del club de arquitectos lectores ha acudido poca gente. De hecho, casi hay el mismo número de exponentes que de público. “Es una sesión que empieza en familia”, justifica con buen ánimo Joan Villoro, cuando arranca el evento. El moderador es Gerardo García-Ventosa, director de la Caja de Arquitectos, quien presenta de forma campechana al Villoro escritor: “Aquí lo conocemos por sus escritos en El Periódico y sobre todo por el Premio Herralde. Yo, en lo personal, no lo conocí por su novela El testigo, sino por sus cuentos de Los culpables”. Comparten la sesión con Villoro el arquitecto y escritor Josep Maria Montaner, la historiadora de arte Raquel Lacuesta y el editor de una revista arquitectónica, Moisés Puentes.

 

Villoro habla de la importancia del espacio arquitectónico en el mundo de un escritor. Cuenta que viene del Distrito Federal, una ciudad en la que ni siquiera se sabe cuántos habitantes hay. “Preguntas y te dicen que entre dieciséis y veinte millones, un margen de error de cuatro millones, el número de habitantes que tiene una ciudad europea”. Después explica que Vladimir Nabokov ponía a sus alumnos a leer La metamorfosis, de Kafka, y les pedía que hicieran un plano de la casa de Gregorio Samsa. “No puede haber literatura sin espacio”. Más adelante habla de las bibliotecas de arquitectos que ha visitado. Por ejemplo, la de Luis Barragán, donde encontró invaluables libros de jardinería y de fortificaciones militares. Por ello, aboga para que los familiares de los arquitectos muertos de Barcelona donen sus bibliotecas para que sus valiosos libros no queden desbalagados.

 

Finalmente emplaza a los asistentes a defender la vigencia del libro como objeto y refiere un artículo que publicó al respecto en la revista colombiana El Malpensante. Recuerda la tradición catalana con los libros: “Cuando El Quijote llega a Barcelona dice: ‘Aquí sí hacen libros’. Además, creo que de aquí son los mejores editores”. Parece que va a terminar su intervención, pero insiste de nuevo en que se luche por la vigencia del libro como objeto. Hasta parece que se exalta: “La fiesta de Sant Jordi es un buen momento para defender el libro: no me imagino un Sant Jordi en el que se estén regalando descargas electrónicas de libro. ‘Hola. Feliz día. Te regalo una descarga electrónica de libro’”. Aunque hay poco público, Villoro se lleva una estruendosa ovación cuando termina de hablar.

 

El último destino del día son las oficinas de El Periódico, donde verá el partido de vuelta de la semifinal de la Champions League, entre el Chelsea y el Barcelona. En la redacción del diario se siente la misma atmósfera de expectativa de un pequeño estadio de futbol. Villoro es detenido a cada rato para saludar y recibir abrazos mientras camina entre los escritorios de reporteros y editores, rumbo a la sala de juntas del periódico, como si fuera el alto y barbudo defensa central del equipo que va entrando a la cancha del Camp Nou. Al sentarse en el lugar donde verá el partido con un grupo de editores del diario, coloca sobre la mesa un pequeño elefante que ha comprado por cinco euros a un vendedor africano, durante una cita con un amable periodista boliviano en un bar. “Es el elefante de Botswana que nos dará la suerte”, dice. Tras la divulgación de unas fotos de cacería del rey Juan Carlos I en Botswana, al lado de un paquidermo muerto, los elefantes africanos se han puesto malamente de moda.

 

Pese al elefante de la suerte, el primero de muchos alaridos de la sala de juntas ocurre al minuto dos con cuarenta y siete segundos, cuando el Chelsea se acerca con peligro a la portería del Barcelona. Unos minutos después, la puerta de la sala de juntas se abre de forma violenta. Aparece un editor desorbitado gritando en contra del propietario ruso del Chelsea: “¡Cómo puedes tener un yate, una casa así y tener un equipo así! ¡Cómo puede pasar eso con Abramóvich!”.

 

 

 

 

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