En la pantalla, un imponente negro llamado Didier Drogba tumba al auténtico defensa central del Barcelona, Gerard Piqué, novio de la cantante colombiana Shakira, y Villoro comenta: “Pensamos que lo iba a lesionar la cadera de Shakira, pero fue un caderazo de Drogba el que lo tumbó”. Al minuto treinta y cinco, Barcelona anota uno de los goles que necesita para remontar la situación con el Chelsea, quien le ganó en el partido de ida, como bien lo recordó Juan Gabriel Vásquez a Villoro y Vila-Matas, durante Sant Jordi. Ocho minutos después, el Barcelona anota otro gol y se alcanza a oír que el narrador del partido dice una y otra vez groovie o una palabra en catalán que suena muy parecida. Los editores y Villoro se relajan, pero no del todo. Lo impide un brasileño del Chelsea que mete un gol magistral en los minutos extra del primer tiempo. Villoro pone cara de fastidio y se quita el suéter después del tanto.
En el medio tiempo, los espectadores de la sala de juntas comentan sobre Josep Guardiola, el joven entrenador del Barcelona que se ha convertido en el gurú de la ciudad tras conseguir más campeonatos que nadie en la historia del club. También hablan sobre lo catastrófico que sería que Barcelona quedara eliminado de este torneo, aun más en medio de la depresión económica que viven Cataluña y el resto del Estado español. El tema de la crisis se extiende hasta que comentan el rumor de que se avecina un recorte de personal en el diario El País.
El segundo tiempo se convierte en un calvario para los de la sala de juntas a partir de que Lionel Messi falla un penal. Silencio sepulcral. Un par de minutos después, un editor lo rompe diciendo: “Es el octavo que falla”. Otro se para y grita: “¡Mierda! Hay que vender a Messi ya, no sé qué hace en el Barcelona”. Después el silencio regresa a la sala de juntas, pero nunca más la cordura. Ahora sí se oye clarito que el locutor de la televisión asegura: “Esto parece una película de Hitchcock”.
Villoro adopta una nueva postura, de mayor concentración. Incluso se pone los anteojos con los que escribe, y saca y acaricia un misterioso llavero de la suerte, el que sí es, en serio, su amuleto para la buena fortuna. El elefante de Botswana sigue sobre la mesa, pero ya no es gracioso. La sala de juntas parece una capilla velatoria hasta el minuto ochenta, cuando el Barcelona anota un gol, y Villoro se levanta y salta como niño mientras abraza al subdirector de El Periódico y ambos gritan “gol” una y otra vez.
Sin embargo, el árbitro anula el tanto porque el jugador que lo hizo estaba en fuera de lugar. Todo es tan rápido en este momento que no hay tiempo de lamentar demasiado el engaño de la fortuna. En la pantalla, el Barcelona sigue atacando. Sus jugadores disparan contra la portería una y otra vez. En cierto momento, el balón golpea el travesaño de la portería rival... La agonía termina cuando un jugador español del Chelsea, Fernando Torres, anota el gol que manda todo al carajo. El Barcelona quedó eliminado.
Los editores gritan y patean. Las sillas de la sala de juntas salen volando y los descansabrazos golpean el piso, mientras que las patas quedan de lado. “Vamos a cambiar páginas”, dice uno de ellos, con el rostro rojo y enfurecido. Villoro se queda en la revoloteada sala de juntas. Solo. Sumido en un silencio reflexivo.
Cinco minutos después sale de ahí y va a la isla de edición en la que el subdirector y otros periodistas trabajan con la portada del día siguiente. No hay nada más importante en el mundo que la derrota del Barcelona en una semifinal, y por eso toman con tanta seriedad las palabras que deben elegir para el titular de mañana. Hace unos días, su equipo perdió contra el Real Madrid y la cabeza fue: “La noche más amarga”. El subdirector plantea que el editorial del día siguiente sea una crítica a Lionel Messi. Otro editor le pide que tenga calma con el argentino, pero sugiere que se escriba con dureza contra el entrenador Guardiola. Otro editor más aparece y los tranquiliza a los dos. Les dice que esperen un día para reflexionar con frialdad sobre el partido antes de emitir juicios contundentes. El titular sigue sin definirse y se acerca peligrosamente la hora de cierre de la edición.
Mientras tanto, algunos reporteros de otras secciones llegan con Villoro para que les firme ejemplares de Arrecife. Villoro les hace largas y afanosas dedicatorias. Se acerca la medianoche y acaba de perder el Barcelona. Aún tiene energía para concentrarse y poner una palabra tras otra con un ritmo frenético, como si acabara de despertarse y estuviera en la misma mesa de trabajo en la que se arrincona a trabajar por las mañanas cuando está en su departamento de la calle Roger de Llúria.
EL ANIMAL DE LA ENTREVISTA
“Me gustan tus historias, las alucinaciones con lagartijas de colores, los delirios de otra época. Mis amigos tuvieron que ir a la guerra para pasar por eso. Tú te jodiste en paz. Este país no deja de maravillarme. Los mexicanos necesitan chingarse para estar bien, por eso son tan buenos en las Olimpiadas de paralíticos.”
Arrecife (Anagrama, 2012)
Esa noche triste de Barcelona, Juan Villoro llegó a su departamento de la calle Roger de Llúria preocupado porque la chapa de la puerta principal estaba movida, como si alguien la hubiera forzado. ¿El periodista americano que no es Hemigway? Villoro siguió avanzando por el pasillo y en la barra del comedor encontró un platón con fresas frescas y una botella vacía de cerveza Coronita. También una imponente rosa roja sumergida en un vaso grande de vidrio con agua. “¿Quién habrá dejado esto?”, se preguntó Villoro. Luego dijo: “¿Caparrós?”. Era parte del ritual de despedida de su huésped, quien al día siguiente debía volar hacia Argentina para participar en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, en la que tenía que presentar Ida y vuelta, un libro con la correspondencia sobre futbol que mantuvieron Villoro y Caparrós durante el Mundial de Sudáfrica 2010.
En el comedor, Villoro se lamentó de que la derrota del Barcelona implicara otorgarle más aliento a personajes como el entrenador del Real Madrid, José Mourinho, un tipo conocido por el sistema represivo y dictatorial que emplea para dirigir a sus jugadores, a quienes ordena cometer faltas al equipo rival para sacarlo de quicio. Y si el árbitro expulsa a uno de los suyos, el tramposo entrenador dirá después que se favoreció al Barcelona: que uno de los suyos fue expulsado solamente porque el Barcelona tiene comprados a todos. Képler Laveran Lima Ferreira, mejor conocido como Pepe, es un defensa del Real Madrid que ha llevado al extremo el “estilo Mourinho”. Más que por su nivel de juego, el futbolista portugués es famoso porque le pisó la mano a Messi cuando éste ya estaba tirado en el piso; además, ha dado patadas célebres a otros rivales mientras se encuentran indefensos. Villoro lo define como un sociópata.
Mourinho es tan maquiavélico —dice el escritor— que llegó a generar un nivel de tensión entre los jugadores del Barcelona y el Real Madrid, el cual puso en riesgo la estabilidad de la selección de futbol campeona del mundo, en la que los integrantes de ambos equipos debían convivir. Para tratar de remediar esto, el capitán del Real Madrid, el portero Iker Casillas, le habló por teléfono al capitán del Barcelona, el mediocampista Xavi Hernández, a fin de proponerle una especie de tregua. Mourinho se enteró y estalló en furia. En represalia, dejó en la banca a Casillas durante varios partidos. Otro que padeció el “estilo Mourinho” fue el antiguo director general del Real Madrid, el argentino Jorge Valdano. A su llegada a Madrid, cuando el entrenador portugués era cuestionado por los periodistas acerca de temas polémicos, respondía: “Si quieren la versión amable, busquen al argentino”. Ni siquiera llamaba a Valdano por su nombre. Una vez dijo: “Ese argentino se va cuando yo consiga mi primer título”. Y así fue. Valdano salió del Real Madrid cuando Mourinho ganó el primer campeonato. “Mourinho es como Hitler pero sin genocidio. Tiene el mismo aparato de propaganda y control”, lamenta Villoro.
No resulta extraño que Villoro sea tan apasionado del Barcelona, debido a su pasado familiar y a otras cosas como el heroico actuar del equipo catalán durante los años de la dictadura de Francisco Franco. Lo que sorprende es que su equipo favorito en México sea el Necaxa, un conjunto tan inocuo que Don Ramón, el personaje de El Chavo del Ocho, cuando se veía en apuros, para expresar su neutralidad ante ciertas disputas, decía: “Yo le voy al Necaxa”.
—En cuestión de los equipos y grupos literarios que existen, ¿también le vas al Necaxa?, ¿te consideras alguien neutral?
—Yo creo que los grupos literarios son necesarios, son útiles, porque sin grupos de pronto no hay revistas, no hay espacios de acción cultural, entonces, me parece muy respetable que alguien pertenezca a un grupo. Yo nunca he querido hacerlo, porque también me parece que un grupo tiene el handicap de que estás trabajando para una comunidad demasiado restringida de intereses, y que los críticos de esa comunidad te van a favorecer siempre, y los que no pertenecen a esa comunidad, o son incluso enemigos, van a tener un prejuicio. Yo prefiero que la gente me juzgue, hasta donde eso es posible, a partir de lo que yo hago y nada más. Algo que, claro, tampoco es fácil, porque todos tenemos prejuicios: si un autor es chilango o es de Tijuana, es católico, o es de izquierda o es de derecha, ya tienes un prejuicio respecto a él. Así es en cualquier cosa.
—Eres libra, el signo más diplomático del zodiaco...
—Sí, rehúye el enfrentamiento directo, pero eso no quiere decir que Libra sea un signo blando. Lo que pasa es que busca, digamos, la fuerza tranquila o la fuerza amable: convencer a los demás y tratar de que ellos crean que tus ideas son de ellos. La mayoría de la gente que yo he conocido de ese signo es más suave para el enfrentamiento, pero no menos resistente.
—Claramente eres de izquierda, pero a veces desde ahí te acusan de ser de derecha.
—Sí. Uno de los grandes problemas de la izquierda es que si no asumes la postura mayoritaria, parecería que eres un traidor al interior del grupo. La frase de Siqueiros de “No hay más rutas que la nuestra” muchas veces es lo que impera en cualquier discusión de izquierda.
—¿Qué haces con esas críticas y discusiones?
—Yo considero que la tolerancia es un atrevimiento. Muchas veces pensamos que la tolerancia es algo blando, que significa ser débil y consecuente con ideas en las que no crees, pero yo estimo que es al revés. La tolerancia es un atrevimiento, porque significa escuchar al otro pensando que puede tener razón y respetar una idea discrepante, aunque eso no es fácil. Ahora, el atrevimiento es también decir lo que tú piensas en ese contexto, sin pretender destruir al otro, aniquilar o criticar. Es un movimiento complicado, pero yo creo que hay que hacerlo. Yo he tratado siempre, si estoy en un grupo, de decir: “Bueno, estamos juntos en esto y mi compromiso es decir lo que pienso”. Casi siempre lo he hecho.
—¿Así fue tu periodo de militancia en el Partido Mexicano de los Trabajadores?
—En aquel tiempo, los sábados en la mañana teníamos larguísimas asambleas y al final votábamos. Una vez que la asamblea aprobaba algo, tenías que apoyarlo aunque estuvieras en contra. Digamos, hay una razón de partido que siempre es compleja: ya que perdiste la discusión, tienes que apoyar la resolución. Esos momentos no son tan fáciles, pero bueno, tampoco es dramático. Es como si un amigo muy cercano te invita a presentar un libro. Tú anhelas que sea una obra maestra, pero te das cuenta de que es muy inferior a lo que tú esperabas, y en ese caso la generosidad se tiene que imponer un poco a la justicia y, claro, hacer comentarios que no necesariamente sean de un rigor calvinista. Eso también sucede.
—¿Lo de irle al Necaxa no se trata de una decisión táctica que tiene que ver con tu afán de neutralidad?
—No. Yo vivía en una calle donde todos le iban al Necaxa y me quería identificar con esa calle. Mis papás se habían divorciado y yo estaba en el Colegio Alemán, con el que no me identificaba para nada. Estaba como perdido, sin brújula, y como que quería pertenecer a algo. Quería pertenecer a esa calle, y ahí le iban al Necaxa…
—Pero pudiste cambiar de equipo después...
—¡No! Porque eso es como cambiar de infancia, es como decir: “Yo ya no soy ese niño, soy otro, tengo otra infancia”.
—Necaxa ya ni siquiera juega en Primera División...
—No, bueno, pero de todas maneras tú le sigues yendo ciegamente al equipo. Es el último rango de la intransigencia emocional. Puedes cambiar de todo en la vida, hasta de sexo con una operación, con una terapia psicológica para ajustarte, pero de equipo de futbol no, porque es como traicionar tu infancia. Yo sigo fiel al Necaxa. Por otra parte, era un equipo muy simpático, porque era un equipo muy gitano, que le ganó al Santos con todo y Pelé, y luego perdía con el colero de la liga. Le llamaban “el equipo de los últimos diez minutos”, porque daba volteretas insospechadas. Hubo un jugador que se llamaba “Fumanchú” Reynoso, que desapareció un balón en plena cancha. Por eso le pusieron Fumanchú, como el gran mago. El Necaxa tenía muchos récords inútiles y era muy pintoresco. Fue el último equipo que defendió el amateurismo, porque era del Sindicato [Mexicano] de Electricistas, y consideraban que cobrar era una vulgaridad. Ellos crearon muchos años después el primer sindicato de futbolistas, e incluso interpusieron el primer caso ante el sindicato. El Necaxa siempre ha sido un equipo con un aura muy especial.
—Creo que mi generación creció relacionándolo con Televisa. Como el equipo comparsa del América...
—Exactamente, ya cuando resurge en las últimas épocas, es propiedad de Televisa, y eso es un desastre. Son de las cosas con las que tenemos que vivir. Porque si algo en tu vida no es propiedad de Televisa es porque es propiedad de Carlos Slim.
EL ANIMAL DE LA AUTOBIOGRAFÍA
“¿Es usted mexicano? Sí, pero no lo vuelvo a ser.”
Los culpables (Anagrama, 2008)
La mañana siguiente de la noche triste, El Periódico llega al departamento de la calle Roger de Llúria con una noticia que toda Barcelona ya sabe. Finalmente, el titular elegido por los crispados editores fue: “Fundidos”. Junto a él aparece, muy pequeña, una nota sobre otra de las tristezas diarias que produce la crisis: “Los pacientes pagarán parte de las muletas”. Villoro comenta que esto es lamentable, aunque anota que en la abundancia de la seguridad social española de antes existían abusos. Menciona a un escritor que se practicaba dos colonoplastias al año, lo que significa que le metieran una vaina por el ano cada seis meses, lo cual era una exageración. “Hasta parece que le gustaba”.
Villoro lee diarios todas las mañanas. Cuando se topa con notas o entrevistas acerca de él, pasa de largo. Tampoco es uno de esos escritores con una alerta de Google sobre sí mismo ni sobre sus contemporáneos, aunque es un escritor mediático sobre quien la prensa suele estar atenta. Abundan los elogios hacia su trabajo, y de vez en cuando tiene que enfrentar críticas exigentes, como las que ha hecho Christopher Domínguez a su novela Materia dispuesta, a la que calificó como “deplorable”, u otra que hizo Heriberto Yépez a una crónica de Tijuana aparecida en Safari accidental. “La autocrítica es necesaria... Es como cuando te vas a cortar un pellejito: si te lo corta la enfermera, te duele más que si te lo cortas tú”.
Entre las novedades de las librerías de Barcelona de esta primavera, hay un voluminoso libro con la foto de Villoro de perfil en la portada. Se trata de Materias dispuestas, una antología de críticas sobre su obra, con decenas de comentarios y ensayos hechos por escritores, académicos y periodistas. El volumen, recopilado por Catalina Arango, José Ramón Ruisánchez y Oswaldo Zavala, abarca reseñas desde La noche navegable, el primer libro de Villoro, aparecido en 1980. De la treintena que ha publicado desde entonces, el más vendido es El libro salvaje: un relato para adolescentes cuyas ventas superan las acumuladas por todos sus demás libros juntos. El segundo más vendido es también una historia para adolescentes: El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica. A sus demás libros no les va mal: hace un momento le llegó un mensaje electrónico del Fondo de Cultura Económica en el que le avisaban que saldrá la décima edición de su traducción de los aforismos de Lichtenberg. El correo lo lee en su mesita del rincón, en la que se ha puesto a contener el nuevo caudal de mensajes que han llegado en las últimas horas. Antes de hacer la inmersión total de la mañana, dice: “Se puede escribir muy bien sin hacer best sellers y sin tener premios, pero necesitas un diálogo con un pequeño grupo de lectores”.
Al niño Juan Villoro le gustaba oír las historias que le contaba su abuela yucateca, la primera fabuladora que lo sedujo. Su gran crónica Palmeras de la brisa rápida es un homenaje a ella y al mundo de Yucatán que le compartía. El cronista futbolero más famoso de la radio, Ángel Fernández, es otra de las primeras influencias literarias de Villoro, así como las radionovelas de Kalimán y las historietas de La familia Burrón, de Gabriel Vargas, que abordaban la vida íntima de una familia disfuncional y eran al mismo tiempo la crónica informal del idioma y la vida en la Ciudad de México.
Pero el descubrimiento esencial fue De perfil, de José Agustín. La novela trata sobre un muchacho de la capitalina colonia Narvarte que está en las vacaciones intermedias entre la secundaria y la preparatoria, durante las cuales sus padres se están divorciando y él se liga a una cantante de rock. Ésa era exactamente la misma situación en la que se hallaba Villoro cuando leyó la novela, salvo la de haber tenido la fortuna de enamorar a una cantante de rock. Leer De perfil fue un acto de identificación con la literatura que vivieron Villoro y cientos de adolescentes mexicanos de aquella época. Hasta ese momento, Villoro no pensaba que un libro pudiera tener algo que ver con él de una manera tan íntima. Descubrió que la vida cotidiana, que le parecía rutinaria, parda y monótona, podía incluir secretos reveladores. Comenzó a ver su vida con una mirada literaria.
Durante ese mismo periodo vacacional, Villoro le dijo a Pablo, su mejor amigo de aquellos años, que quería ser escritor. A Pablo le pareció rarísimo porque nunca lo había visto leer, y eso que lo conocía de toda la vida. De perfil había llegado a manos de Villoro porque otro amigo del barrio, llamado Jorge, lo había leído y se lo había dado, diciéndole que eran las confesiones del chavo que aparecía en la foto de la solapa, en la que podía verse a un rocambolesco joven llamado José Agustín. Villoro quería comenzar a escribir de inmediato. Ahora suele decir que en ese momento se convirtió en uno de los escritores más incultos de la tradición, porque había leído un primer libro por gusto y ya quería escribir otro.
Cuando se sentó a trabajar frente a la hoja en blanco, Villoro descubrió que tenía cierta facilidad para el lenguaje, tal vez heredada de la cultura oral de su familia. Su padre, Luis Villoro Toranzo, hablaba de manera muy profesoral, organizando mucho sus ideas, pero su abuela yucateca era sumamente chismosa y fantasiosa. El primer cuento que escribió Villoro se llamaba “Los hijos de Aída”, y era la historia de un grupo de amigos que se reúnen en el billar Los Hijos de Aída, llamado así porque el dueño es un aficionado a la ópera Aída. En realidad, los asiduos del billar lo visitan porque están formando un grupo revolucionario clandestino. El cuento ganó el concurso literario organizado por la revista Punto de Partida de la UNAM. En ese entonces, Villoro tenía quince años y era “un altísimo adolescente hiperkinético”, según lo recuerda Sergio Pitol.
Después entró a un taller de cuento impartido por Miguel Donoso Pareja, escritor con fama de consentidor con sus alumnos y que había sido guerrillero maoísta, reo, marino mercante y al que además le gustaba el futbol. Donoso se convirtió en un ídolo para Villoro, a quien tomó bajo su tutela. Donoso lo llevaba con él a otros talleres que daba en ciudades como León, Aguascalientes y San Luis Potosí. El “adolescente hiperkinético” se implicó así en una red de escritores de provincia que vivía una bohemia muy interesante y diferente a la de la capital del país. A Villoro le parecía que en el Distrito Federal se llegaba a un evento literario, se leía un cuento y luego cada quien se iba a su casa, pero en provincia, al acabar los actos literarios, surgía una vida mucho más animada. De aquella parvada de escritores, algunos acabaron en la burocracia y otros en el PRI.
Por entonces, el joven Villoro leía a los autores del boom latinoamericano: Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Juan Carlos Onetti, Mario Vargas Llosa, y a los estadounidenses Ernest Hemingway y William Faulkner. Tenía muy claro que lo único que quería hacer el resto de su vida era escribir, aunque un amigo de la preparatoria, Javier Cara, que también iba con Villoro al taller de Donoso, lo tentó a que estudiaran Medicina, una carrera que a Villoro también le atraía. Tras pensarlo varias semanas, se acobardó porque la carrera médica le parecía muy pesada. Además, a los dieciocho años, ya se sentía escritor, puesto que había publicado en Punto de Partida y en una antología que hizo Donoso llamada Zepelin compartido. Cara, quien sí estudió Medicina, murió mientras hacía guardia en el Hospital General, durante el terremoto de 1985. Villoro le dedicó su novela Materia dispuesta.